lunes, 22 de octubre de 2018

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¿Qué sientes cuando sufres un ictus?


Una redactora relata lo que vivió el día de su accidente cerebrovascular en el Día del ictus

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CARMEN PÉREZ-LANZAC
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Madrid 
29 OCT 2017 - 15:24 CET


Muy pronto, el próximo día 2, se cumplirán cinco años desde que sufrí un ictus con final feliz. Tenía 35 años y no adolecía de ningún problema de salud que lo presagiara. Fue un ictus moderado, pues se fue gestando poco a poco (no sufrí un derrame) y fui tratada muy pronto gracias a que mi pareja me llevó enseguida al hospital. Uno de cada ocho pacientes que sufren un ictus tienen entre 35 y 55 años. Hoy es el Día Mundial del Ictus y aquí voy a contar lo que sentí en las horas inmediatas a mi accidente cerebrovascular.
Un médico estudia el daño cerebral en un paciente.


Como una resaca


La mañana del 2 de noviembre me duché y cuando estaba secándome mi chicoentró en el cuarto de baño. Me habló, le contesté y me miró con los ojos muy abiertos.

- ¿Hablas así o estás de broma?

Me llevó a nuestra habitación. Me tumbé en la cama y recuerdo pensar ‘Estoy mareada, como si tuviera un resacón’. La noche anterior vimos Ratatouille, una película infantil sobre un ratón que sueña con ser ‘chef’, y no probamos ni gota de alcohol.

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Negando la evidencia

Mi pareja me trasladó al hospital sin decirme a dónde me estaba llevando para evitar rebeldías por mi parte. Así que subimos a un taxi y le mostró al conductor un papel en el que había garabateado: “Al Clínico”.

Ya en urgencias nos sentamos ante un médico y le contó lo que me estaba pasando y ahí llegó mi sublevación: “¿Pero qué dices? ¡Si me encuentro bien!”. No sé cómo lo dije pero sí recuerdo la cara de pánico con la que me miró el médico. Cuando quise darme cuenta, estaba ya sobre una camilla y una enfermera me estaba retirando las gafas. Mi mente seguía aferrada a la negación de lo evidente. “En cuanto se despisten, me cojo un taxi y me voy al periódico a escribir”, pensaba. Me habían encargado una serie de reportajes sobre los desahucios y el día anterior había estado entrevistando a dos menores cuyas familias estaban a punto de perder sus casas. Desde la camilla, fijando la vista en el techo mientras recorríamos a toda velocidad el hospital, la idea se repetía en bucle en mi mente. “¡Por favor, que yo tengo que escribir!”.


Una breve mejora con su vacío en la memoria

Ingresé en la sexta planta del hospital, en la UCI, donde estaba al cuidado de una auxiliar de enfermería a la que bauticé mentalmente como la pantera. Qué fuerza de mujer. Ella me contó que me acababan de poner un trombolítico que me iba a curar. Lo que pasó después no lo recuerdo pero durante un par de horas mejoré. Hablé con mis padres que iban en el AVE camino a Madrid, angustiados tras haber sido informados por mi hermano de lo que me estaba pasando. “Me encuentro muy bien”, les dije. Es curioso que sea justo del pasaje de mi mejora del que no recuerde nada.


Un dolor desintegrador

La memoria regresa de la mano del dolor. Sigo tumbada en la cama de cuidados intensivos y sé que en cualquier momento van a regresar los médicos que me han estado haciendo preguntas. Cómo me llamo. Cuántos años tengo. En qué año nací. Y lo más difícil: “Repite esta frase: 'El espantapájaros intentó cruzar la carretera con el semáforo en rojo”. El dolor es cada vez más fuerte y me pongo en posición fetal para intentar atajarlo. Alguien me preguntó después que qué sentía en aquel momento. Y la descripción que le di fue “como si se me estuviera desintegrando el núcleo corporal”. Así de sencilla fue mi explicación.

Una operación con conciencia

Me metieron en una sala. Supe que me iban a operar y respiré aliviada. No me durmieron aunque me hubiera gustado que lo hicieran. Me inyectaron algo que tomé por un anestésico, pero pasaban los minutos y seguía bien despierta. Si hubiese podido hablar lo habría mencionado, pero en aquel momento no podía articular palabra (aunque no sentí frustración ninguna). Entonces yo no tenía ni idea de qué era lo que me estaba pasando. Estando en aquella sala se me ocurrió que podía ser algo cerebral pues vi que había una pantalla frente a mí y recordé las operaciones a cráneo abierto que salen a veces en las películas. Me toqué instintivamente la cabeza. “Uf, está cerrada”, pensé, aunque descubrí que la tenía fija a la camilla con una especie de tiara metálica.

La intervención fue larga y yo no acababa de entender qué demonios me estaban haciendo. Nadie me lo detalló, aunque mis familiares sí estaban al tanto de todo. No tenía las gafas puestas y mi miopía no me permitía aclarar mucho las cosas. De pronto me volvió el dolor des integrador. Empecé a quejarme y a intentar de nuevo coger la postura fetal. Una enfermera me riñó: "¡No te muevas!". El médico, por su parte, me animaba. “Muy bien, lo estás haciendo muy bien”. ¿Pero qué es lo que estoy haciendo bien?

Tardé varios días en entender todo el pasaje. Quien me operaba era un radiólogo que me estaba haciendo un cateterismo. Había entrado por la ingle y había subido con un artilugio médico digno del futuro hasta mi carótida izquierda, donde había puestos tres stents (o muelles) que permitieron que mi flujo sanguíneo recuperara la normalidad. Mi arteria estaba ahora “recauchutada”, así que podía estar tranquila, me dijo un médico del equipo del Doctor Egido, responsable del área.

Al salir de la operación, el dolor fue amainando. El radiólogo y dos jóvenes médicos me rodearon. Intenté mirarlos pero descubrí que no eran humanos sino seres de otro planeta. Durante el ictus perdí campimetría visual y sus caras estaban deformes, como si alguien se hubiera merendado el espacio entre sus cejas. ¿Qué tal te encuentras?, me preguntó el radiólogo. Estaba ocupada intentando entender de qué planeta serían. ¿Quizás de Urano? Volvió a preguntarme y obtuvo de nuevo el silencio por respuesta. Uno de los jóvenes médicos soltó entonces una frase que me llegó directa al orgullo: “Déjala. No se entera de nada”.

Una ligera jaqueca

Me llevaron de nuevo a la UCI. Aquella noche apenas dormí , pero fui una atenta observadora de todo lo que sucedía en aquella sala, que era mucho, pues hubo otros dos ingresos, uno de ellos con complicaciones. Sobre las cuatro de la mañana me quedé finalmente dormida. Al despertar de mi dolor solo quedaba una ligera jaqueca que se fue esfumando a lo largo de ese día.

Estuve en total siete días en la sexta planta del Clínico. Tardé semanas en atar todos los hilos. No querían asustarme y fueron dándome la información con cuenta gotas. Cuando me anunciaron que iba a estar un tiempo de baja, pensé que se referían a dos semanas, pero cuando mi madre me dijo que sería de un mínimo de tres meses protesté muchísimo. Para los familiares lo más duro es no saber el grado de daño del afectado hasta pasados unos días. Durante mi ictus, que sufrí a causa de una disección de la arteria carótida, perdí el habla y tardé en recuperar la. El segundo día mi comunicación se reducía a “OK” y “vale”. A los dos días pude decirle a mi pareja: “No te preocupes”.

Las recuperaciones en algunos casos son milagrosas. El cerebro aprende a hacer lo que antes hacía la parte dañada y eso lleva su tiempo. En el primer año tiene lugar la mayor mejora, pero después se sigue evolucionando (aunque menos). Tengo la suerte de estar completamente recuperada. La rapidez de reacción de mi pareja fue esencial. Para él y para mi familia es muy duro rememorar esos días. Para mí, que lo viví todo con poca conciencia del riesgo al que me enfrentaba, es un pasaje positivo de mi vida, sobre todo la etapa de la rehabilitación. Estoy infinitamente agradecida al doctor José Egido, a la doctora Ana García, al neuropsicólogo Álvaro Bilbao, del CEADAC, a la logopeda Elena Panizo y a la terapeuta ocupacional Cristina Flórez. Todos ellos tienen un lugar muy especial en mi corazón... Y en mi cerebro.

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